Los días perdidos

Había una vez, en un rincón del calendario que nadie usaba, un lugar olvidado por el tiempo llamado Tictacburgo. No aparecía en los mapas, ni en las agendas, ni en los relojes más puntuales. Allí vivían los Días Perdidos, esas pequeñas criaturas que alguna vez fueron lunes lluviosos, jueves de tarea o domingos con sueño, y que nadie recordaba.

Los Días Perdidos tenían nombres raros como Tristembres, Marzulios y Septibujos, y aunque parecían números mal cantados, eran días como cualquiera, solo que no les tocó ser importantes. Caminaban por calles hechas de hojas de almanaque usadas, bebían té de segundos y jugaban a contar minutos invisibles.

Pero un día (uno que sí existía), sucedió algo terrible: el Gran Reloj del Mundo se detuvo.

¡Clac! Silencio. Nada de tic. Ni de tac. Ni siquiera un bostezo de cucú. Los trenes se quedaron a mitad de camino, las siestas se alargaron hasta volverse inviernos, y los niños no sabían si era hora de merendar o de soñar con dragones.

—¡Esto es un escándalo! —gritó el Presidente de los Días Importantes, un calendario de corbata llamado Don Agenda—. ¡Hay que encontrar al culpable y reiniciar el tiempo!

Todos miraron hacia Tictacburgo. Total, ¿qué se podía esperar de unos días que nadie quería?

Pero en ese rincón olvidado del almanaque, algo distinto estaba ocurriendo. Lila, una niña que había nacido en un 30 de febrero —un día tan raro que solo aparece cuando el cielo estornuda—, lideraba una pequeña revolución junto a sus amigos: Baltazar, un perro que ladraba en pentasílabos, y Doña Remedios, una nube jubilada que enseñaba historia desde el cielo.

—Si el reloj se detuvo —dijo Lila mientras se trepaba al minutero como quien escala un faro—, no es culpa nuestra. ¡El problema es que el mundo se ha olvidado de perder el tiempo!

—Antes uno se detenía a mirar las hormigas —dijo Doña Remedios, sacando una fotografía de un bostezo bien hecho—. Ahora corren sin saber adónde.

—¿Y qué hacemos? —preguntó Baltazar, haciendo un versito triste: “¿Será que el reloj no late? ¿Será que olvidó jugar? ¿O será que ya no hay nadie que lo quiera escuchar?”

Lila propuso algo audaz: devolver al mundo un día nuevo, uno que nunca haya existido, uno que invite a detenerse. Lo llamarían El Día En Blanco, un día sin tareas ni noticias, donde todos pudieran perderse para encontrarse.

Para lograrlo, debían colarse en el interior del Gran Reloj y convencer al Señor Tic, un viejo mecánico de bigotes de caracol y manos de aguja, que aún vivía entre engranajes, solo, molesto, resentido.

El viaje fue difícil: atravesaron desiertos de segundos perdidos, cruzaron tormentas de alarmas olvidadas, y escalaron montañas de despertadores oxidados que aún temblaban con ecos de madrugadas pasadas. Pero Lila no se rindió. Con su abrigo de paréntesis y el coraje de quien sabe que no ser contado también es ser valioso, guió al grupo hasta el corazón del reloj.

Allí, entre ruedas dentadas que lloraban aceite y péndulos dormidos, encontraron al Señor Tic. Era más pequeño de lo que imaginaban, y su ceño fruncido parecía una grieta en el tiempo.

—¿Quién osa interrumpir mi retiro? —gruñó con voz de engranaje sin engrasar—. ¿Acaso no ven que ya no hay tiempo para el tiempo?

—Justamente por eso venimos —dijo Lila, limpiándose el polvo de futuro del vestido—. El mundo dejó de escucharte, y tú dejaste de hablarle. Pero no todo está perdido. Queremos darte un día nuevo. Uno que no exija, que no apure, que no presuma de utilidad. Un día en blanco.

El Señor Tic los miró, primero incrédulo, luego intrigado. Nadie le había ofrecido un día así en siglos. Todos querían más horas, más eficiencia, más resultados. Nunca más silencio. Nunca más juego.

—¿Y cómo harían eso? —preguntó.

—Con tu permiso —dijo Doña Remedios—. Y con un poco de olvido bien aplicado.

Baltazar, emocionado, ladró: “Un día sin dirección, ni horarios, ni campanadas, un día sin obligación donde el alma dé voladas.”

El Señor Tic suspiró. Fue un suspiro largo, tan largo que hizo girar las agujas del reloj un poquito hacia atrás. Luego, con manos temblorosas, sacó una llave dorada en forma de signo de interrogación.

—Tomen. Esta es la Llave del Quizás. Úsenla con cuidado. Abre el compartimiento donde se guardan los Días que Aún No Han Sido.

Lila giró la llave, y de pronto el reloj no se puso en marcha… sino en pausa. El mundo entero sintió un leve temblor, como un bostezo de cielo. Las personas dejaron sus teléfonos, los trenes frenaron para mirar el paisaje, y en los patios, los niños jugaron sin saber qué hora era.

Así nació el Día En Blanco.

Desde entonces, una vez al año —aunque nadie sabe exactamente cuándo—, el calendario se queda mudo, los relojes se estiran de gusto, y los Días Perdidos de Tictacburgo bailan por las avenidas del mundo, repartiendo segundos sueltos como si fueran confites.

Y si alguna vez sientes que el día no encaja, que el reloj no manda, y que por fin puedes simplemente estar, quizás te haya tocado vivir un Día En Blanco.

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